2019 – DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO
Domingo del fuego que el Señor ha venido a traer a la tierra.
El fuego con que el Señor quiere hacer arder el mundo es el amor de Dios que empieza a quemar desde la cruz, el bautismo que está deseoso de recibir.
En el Nuevo Testamento el amor de Dios separa de manera más clara e inexorable que en el Antiguo Testamento las dos ciudades, utilizando el lenguaje agustiniano: la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, opuesta al Reino de Dios.
La primera se fundamenta en el amor, la segunda en la concupiscencia del mundo.
No es posible permanecer neutral, hay que tomar partido.
Desde la cruz se establece una lucha entre una y otra. Un combate que permanece hasta la victoria final del bien.
No es una lucha igual, porque el bien y el mal son dos principios diferentes y porque hay que vencer el mal a fuerza del bien. Las imáge- nes de la familia desunida ciertamente son hiperbólicas y hay que entenderlas dentro del lenguaje semítico.
No es la paz según el mundo la que ha venido a llevarnos, sino la paz según Dios.
En este combate los cristianos, carta a los Hebreos, deben tener los “ojos fijos en el que inició y complementa el camino de la fe“.
Al mismo tiempo, hay que sentirse confortados “por la nube tan ingente de testigos” que nos enseñan cómo debemos vivir la fe.
Los mártires son el trofeo de la victoria pascual del Señor.
Este combate es también una carrera, en la que siempre existe la tentación de retirarnos: “corramos, con constancia, en la carrera que nos toca“.
Lo que pesa más para correr es el pecado, este es ciertamente el contrapeso de la gracia.