2020 – DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD
El segundo domingo de Navidad es una contemplación del Misterio de la Navidad del Señor.
En la antífona de introducción se canta: “Cuando un silencio apacible“, y en la oración colecta se pide que el mundo sea santificado por la gloria de la presencia de Cristo entre nosotros.
Tanto en la respuesta del Salmo como en la antífona de comunión, la liturgia insiste: “El Verbo se hizo carne y habitó entre noso- tros“.
La repetición temática del Misterio es propia de la tradición litúrgica: es un profundizar más, como círculos siempre más grandes (a la manera del IV Evangelio), a fin de descubrir significados nuevos -para cada uno de nosotros- de un misterio que es en sí mismo inagotable.
Con razón san Pablo, en el texto que hoy escuchamos en la segunda lectura, pide “que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo“.
Misa: Si 24, 1-2. 8-12; Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20; Ef 1, 3-6. 15-18; Jn 1, 1-18
Sin lugar a duda, “la sabiduría de Dios que hace su propia alabanza” es Cristo mismo, la sabiduría del Padre (lectura primera).
El “pueblo glorioso” donde ha arraigado –”porción del Señor, su heredad“- es la Iglesia.
San Juan en su “Prólogo” hace la interpretación cristológica de todo ello: la Palabra que “estaba junto a Dios” en el principio y por la que todo ha sido creado deviene una persona humana absolutamente singular y concreta, Jesús de Nazaret.
Toda la Trinidad está presente en el gran Prólogo: el Padre a quien “nadie lo ha visto jamás” se ha manifestado en su Hijo único “que está en el seno del Padre y es quien lo ha dado a conocer“, del cual “hemos contemplado su gloria” que es el Espíritu Santo.
El cristiano, contemplando al Niño de Navidad, se adentra en este misterio insondable de amor.
La encarnación del Verbo de Dios como auto manifestación de sí mismo en el mundo hace del cristianismo una religión incomparable a ninguna otra.
Dios ha venido a nosotros por el camino del amor y nosotros podemos ir hacia Él por el mismo camino: el del amor entregado.
La Encarnación obedece a este principio: “Ya que el hombre no puede ir por sí mismo hacia Dios, Él ha venido a nosotros”.
En el Salmo la ciudad de Dios, Jerusalén, la Iglesia, debe glorificar al Señor porque ha enviado su Palabra y sacia a su pueblo “con flor de harina“, la Eucaristía.