2020 – DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO
El texto del Evangelio forma parte del Sermón del Monte, cuyo comienzo no hemos escuchado por razón de la fiesta de la Presentación del Señor celebrada el pasado domingo.
La perícopa que leemos hoy, pues, sigue el texto de las Bienaven- turanzas.
En la medida en que las hagan suyas y las pongan en práctica, los discípulos serán “luz del mundo y sal de la tierra“.
Tanto la luz como la sal son para iluminar y salar respectivamente y, por tanto, no es extraño que si no ejercen esta función la sal sea pisada por la gente, no sirve de nada, y la luz deje de ser puesta “en lo alto“.
Los discípulos de Jesús, como “sal“, signo de incorrupción, llevan en ellos la memoria del Reino de manera incorruptible; y se convierten en “luz” por su manera de vivir las bienaventuranzas y sus “buenas obres“, el bien que han obrado.
Por estas acciones, la gente alabará al Padre del cielo, no a ellos, de manera que todo el mundo se eleve hacia Dios.
El Nuevo Testamento reclama como propio el bello texto de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura y que adquiere aún más sentido con la lectura del Evangelio: “Entonces surgirá tu luz como la aurora“.
El cristiano es irradiación de la luz de la bondad divina.
Esto se expresa maravillosamente en el bello Salmo 111: “el justo” refleja la bondad divina y los mismos atributos de Dios, “clemente y compasivo“.
Sin Cristo, los cristianos no pueden ni salar ni iluminar nada.
En la segunda lectura, se proclama el fragmento de 1Co conocido como “Discurso de la Cruz”.
El Cristo crucificado es el objeto de la fe, y la predicación cristiana no se fundamenta en la “persuasiva sabiduría humana” sino en “la manifestación y el poder del Espíritu“, es decir, en el “poder de Dios“.
(Calendario-Directorio del Año Litúrgico 2020, Liturgia fovenda, p. 121)