2020 – DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO
El Sermón del Monte queda sin conclusión este año por razón del comienzo de la Cuaresma.
Si “Dios es amor” (1Jn 4,8) no puede no odiar nada de lo que ha creado, y por eso derrama su bondad “sobre buenos y malos, sobre justos e injustos”.
La bondad divina del Padre del cielo se manifiesta “para todos”: como el sol que luce para todos y como la lluvia que cae para todos.
Lo tolera todo, no en virtud de una indiferencia, sino en virtud del sumo respeto a la libertad de la persona.
No quiere decir esto que la adhesión o la aversión de la criatura no le afecten profundamente.
Una persona que rechaza seriamente a Dios dice no a Dios, en su cara, no es Dios quien la condena, sino ella a sí misma.
Por otra parte, Jesús pide a sus seguidores lo mismo que vivió Él: el día de su Pasión no respondió a la violencia con más violencia, no devolvió “ojo por ojo, diente por diente”, sino que presentó su cara a quienes le abofeteaban; se dejó tomar por los soldados no sólo el manto sino la túnica “el vestido”; y aún más, llevó la carga de la cruz por todos nosotros.
Jesucristo representa en este mundo de violencia una forma divina de no violencia que Él ha declarado “bienaventurada” (Mt 5,5).
Los discípulos de Jesús -aquellos que han acogido el Reino de Dios- imitarán el amor del “Padre que está en el cielo” y se esforzarán por ser como es el Padre: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
La imitación perfecta es impossible, el listón propuesto es demasiado alto: sólo el Hijo manifiesta y realiza la perfecta imitación del Padre dando la vida por nosotros.
La santidad que Dios pide al pueblo en la primera lectura se convierte en la santidad del amor en la Nueva Alianza; ser santo significa, según San Pablo (segunda lectura), que Cristo viva en nosotros por el Espíritu Santo.
El Salmo 102, el que más bellamente canta el amor de Dios, tiene como respuesta de la asamblea: “El Señor es compasivo y misericordioso”.
Fijémonos en el atrevimiento de la metáfora: “como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitós”, es decir, ya nunca más se pueden encontrar por estar situados en unos extremos absolutos.
San Pablo enseña también la santidad del “templo de Dios” que somos nosotros, la Iglesia: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”
El Papa Francisco predicó que “profanan el templo de Dios, la Iglesia, quienes recitan el Credo sin vivirlo”.