2025 – Discurso de Su Santidad el Papa León XIV
Sala Clementina
Lunes, 25 de agosto de 2025
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡La paz esté con vosotros!
Queridos monaguillos venidos de toda Francia, ¡buenos días!
Os doy la bienvenida a Roma y me alegra mucho encontrarme con vosotros, así como con todos vuestros acompañantes: laicos, sacerdotes y obispos, a quienes saludo cordialmente.
Sabéis que este año es especial: es un «Año Santo», que solo tiene lugar cada 25 años, durante el cual el Señor Jesús nos brinda una ocasión excepcional. Al venir a Roma y atravesar la Puerta Santa, Él nos ayuda a «convertirnos», es decir, a volvernos hacia Él, a crecer en la fe y en su amor, para convertirnos en mejores discípulos y que nuestra vida sea bella y buena bajo su mirada, en vista de la vida eterna. ¡Es, por tanto, un gran regalo del Cielo que estéis aquí este año! Os invito a aprovecharlo viviendo intensamente las actividades que se os proponen, pero sobre todo tomando tiempo para hablar con Jesús en el secreto del corazón y para amarle cada vez más. Él no desea otra cosa que formar parte de vuestra vida para iluminarla desde dentro, convertirse en vuestro mejor amigo, el más fiel. La vida se vuelve bella y feliz con Jesús. Pero Él espera vuestra respuesta. Llama a la puerta y espera para entrar: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20). ¡Estar «cerca» de Jesús, el Hijo de Dios, entrar en su amistad!: ¡qué destino inesperado! ¡Qué alegría! ¡Qué consuelo! ¡Qué esperanza para el futuro!
La esperanza es precisamente el tema de este Año Santo. Tal vez os deis cuenta de cuánto necesitamos esperar. Sin duda habéis oído que el mundo va mal, enfrentado a desafíos cada vez más graves e inquietantes. Puede que estéis afectados, vosotros mismos o personas cercanas, por el sufrimiento, la enfermedad o la discapacidad, el fracaso, la pérdida de un ser querido; y, ante la prueba, vuestro corazón se llene de tristeza y angustia. ¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Quién tendrá compasión de nosotros? ¿Quién vendrá a salvarnos?… No solo de nuestras penas, de nuestras limitaciones y de nuestras faltas, sino también de la propia muerte.
La respuesta es perfectamente clara y resuena en la Historia desde hace 2000 años: solo Jesús viene a salvarnos, y nadie más: porque solo Él tiene ese poder –es Dios todopoderoso en persona– y porque nos ama. San Pedro lo dijo con fuerza: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos ser salvados» (Hch 4, 12). No olvidéis nunca estas palabras, queridos amigos, grabadlas en vuestro corazón; y poned a Jesús en el centro de vuestra vida. Deseo que os vayáis de Roma más cercanos a Él, más decididos que nunca a amarle y seguirle, y así mejor armados de esperanza para recorrer la vida que se abre ante vosotros. Esta esperanza estará siempre, en los momentos difíciles de duda, desaliento y tormenta, como un ancla firme, lanzada hacia el cielo (cf. Hb 6, 19), que os permitirá seguir adelante.
Hay una prueba cierta de que Jesús nos ama y nos salva: entregó su vida por nosotros al ofrecerla en la cruz. En efecto, no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama (cf. Jn 15, 13). Y he aquí lo más maravilloso de nuestra fe católica, algo que nadie habría podido imaginar ni esperar: Dios, el creador del cielo y de la tierra, quiso sufrir y morir por las criaturas que somos. ¡Dios nos ha amado hasta morir! Para hacerlo, descendió del cielo, se humilló hasta nosotros haciéndose hombre, y se ofreció en la cruz como sacrificio, el acontecimiento más importante de la historia del mundo. ¿Qué podemos temer de un Dios que nos ha amado hasta tal punto? ¿Qué podríamos haber esperado más grande? ¿A qué esperamos para amarle en correspondencia como lo merece? Gloriosamente resucitado, Jesús vive junto al Padre, cuida de nosotros y nos comunica su vida imperecedera.
Y la Iglesia, de generación en generación, guarda cuidadosamente la memoria de la muerte y resurrección del Señor, de las que es testigo, como su tesoro más preciado. Lo guarda y lo transmite celebrando la Eucaristía que vosotros tenéis la alegría y el honor de servir. La Eucaristía es el Tesoro de la Iglesia, el Tesoro de los Tesoros. Desde el primer día de su existencia, y después durante siglos, la Iglesia ha celebrado la Misa, domingo tras domingo, para recordar lo que su Señor ha hecho por ella. En manos del sacerdote y por sus palabras, «esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre», Jesús sigue entregando su vida en el Altar, sigue derramando su Sangre por nosotros hoy. Queridos monaguillos, ¡la celebración de la Misa nos salva hoy! ¡Salva al mundo hoy! Es el acontecimiento más importante de la vida del cristiano y de la vida de la Iglesia, porque es el encuentro en el que Dios se nos da por amor, una y otra vez. El cristiano no va a Misa por obligación, sino porque la necesita, ¡absolutamente!; necesita la vida de Dios que se da sin medida.
Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro compromiso: es un servicio muy grande y generoso el que prestáis a vuestra parroquia, y os animo a perseverar con fidelidad. Cuando os acerquéis al Altar, tened siempre presente la grandeza y la santidad de lo que se celebra. La Misa es un momento de fiesta y de alegría. ¿Cómo no tener el corazón alegre en presencia de Jesús? Pero la Misa es, al mismo tiempo, un momento serio, solemne, lleno de gravedad. Que vuestra actitud, vuestro silencio, la dignidad de vuestro servicio, la belleza litúrgica, el orden y la majestad de los gestos, hagan entrar a los fieles en la grandeza sagrada del Misterio.
También deseo que estéis atentos a la llamada que Jesús podría dirigiros a seguirle más de cerca en el sacerdocio. Me dirijo a vuestras conciencias jóvenes, entusiastas y generosas, y voy a deciros algo que debéis escuchar, aunque pueda inquietaros un poco: ¡la falta de sacerdotes en Francia y en el mundo es una gran desgracia! Una desgracia para la Iglesia. Que podáis, poco a poco, domingo tras domingo, descubrir la belleza, la felicidad y la necesidad de tal vocación. ¡Qué vida tan maravillosa la del sacerdote, que en el corazón de cada uno de sus días encuentra a Jesús de una manera tan excepcional y lo da al mundo!
Queridos monaguillos, os agradezco una vez más vuestra visita. Vuestra presencia y la fe que os anima son un gran consuelo, un signo de esperanza. Perseverad con valentía y dad testimonio, a vuestro alrededor, del orgullo y la alegría que os produce servir la Misa.
De todo corazón os imparto, así como a vuestros acompañantes, a vuestros sacerdotes y a vuestras familias, la Bendición Apostólica.
¡Gracias!