2020 – TIEMPO ORDINARIO
El Tiempo ordinario no es de ninguna manera un tiempo débil o menos intenso con relación a los tiempos que el lenguaje litúrgico actual indica como “fuertes” (Adviento, Cuaresma y Pascua).
Que no sea un tiempo fuerte, según la terminología en uso, no quiere decir que sea un tiempo débil, o de menor intensidad.
Los tiempos fuertes no debilitan este período del Año litúrgico.
Al contrario, el Tiempo ordinario se convierte en un tiempo intensísimo de la vida cristiana.
En este tiempo no se celebra ningún misterio particular de Cristo, cada domingo se celebra su gloriosa Resurrección, escuchando la Palabra y repitiendo la Fracción del pan: de este modo vamos contemplando el Misterio de Cristo y configurando la vida cristiana.
La sucesión del primer día de la semana, el Domingo, “Día del Señor“, constituye lo más determinante y sustancial en el culto cristiano.
El ciclo semanal es previo al ciclo temporal e, indudablemente, es de tradición apostólica: pertenece a lo que la Iglesia ha recibido de su Señor y que ha celebrado siempre y en todas partes (semper et ubique).
La importancia de este período del año para el crecimiento de la vida espiritual cristiana puede constatarse en el hecho de que este tiempo abarca la parte más extensa del Año litúrgico.
Los Domingos del Tiempo ordinario son motivo para profundizar en la liturgia de la Iglesia.
La comunidad eclesial debe saber realmente lo que hace cuando celebra los Santos Misterios.
Sabe que se reúne en obediencia a la Palabra del Señor y que cada Eucaristía es una manifestación del Señor de la gloria, y humildemente acoge su presencia.
Sabe también que es presidida por quien -por el ministerio del orden sacerdotal- se ha identificado con Cristo Cabeza, por lo que puede saludar a la asamblea como el Señor Resucitado; y, como en la Sinagoga de Nazaret, sabe que todos los ojos están puestos en el Señor que proclama la Palabra.
Abrimos el “Libro de la vida” y escuchamos las palabras del Señor.
Las escuchamos como palabras referidas a nosotros, como relatos abiertos que nos incluyen.
El cristiano conoce, ama y vive tanto la Palabra del Señor que él mismo debe formar parte del paisaje y del paraje del Evangelio.
No es sin motivo que nos ponemos de pie para escuchar el Evangelio y cantar el “aleluya“: significa que lo que vamos a escuchar es la Palabra del Señor Viviente.
San Gregorio enseña: “La Palabra de Dios es glorificada cuando es predicada y orada, y sobre todo cuando es vivida y germina en el corazón“.
El don inestimable de la Palabra divina, las riquezas inagotables que esconde, la necesidad que de ella tiene la persona humana como luz de su camino existencial y alimento de la vida espiritual, la dificultad de su inteligencia limitada ante la sabiduría infinita que habla en estas páginas… hacen necesario el esfuerzo sincero y el afán generoso en el estudio y en la meditación de éstas.
La experiencia del predicador es gratificante si su predicación no busca el protagonismo, si realmente adquiere el tono del Buen Pastor que enseña pacientemente los misterios del Reino, consciente de la limitación de su palabra y de la perentoria necesidad del don de Dios (el único que puede hacer germinar la Palabra que predica).
El Espíritu sopla siempre cuando se proclama la Escritura, y permite que las palabras de la predicación sean vivas.
También por el Espíritu, los significados de la Escritura adquieren un relieve infinito, siempre nuevo, como un horizonte vastísimo de montañas, abierto totalmente.
¡Esto indica hasta qué punto los lectores han de ejercer el ministerio con unción y preparación!
¡Hasta qué punto la predicación debe ser preparada y debe nacer de la oración ardiente y de la contemplación de la Palabra!
La Liturgia de la Palabra debe ser realizada con el máximo respeto.
Durante esta liturgia nada debe distraer.
Sólo hay el canto gozoso del Salmo y la atención pura.
Hemos de permanecer a los pies de Jesús, escuchándolo como María, y sabiendo que las palabras que recibimos son nuestra vida y para la vida.
Pastoralmente, hay que ser muy sobrios y medidos en la celebración de las jornadas eclesiales (Domund, Octavario de oración por la unidad, etc.) que nunca han de desplazar la liturgia dominical.
Si se incide demasiado en ellas pueden aparecer como calcomanías superpuestas sobre los Domingos.
Las referencias a estas jornadas eclesiales encuentran su lugar en la homilía, en la monición inicial y, como lugar propio, en la Oración de los fieles.
Presentación del Leccionario dominical (ciclo A)
El ciclo de las lecturas dominicales desde el punto de vista de la teología litúrgica siempre se inicia en la noche de la Pascua, con el Evangelio de la Resurrección; todos los demás Evangelios tienen sentido “después y a partir” de la Resurrección.
Están escritos para transmitir la fe pascual de la primera comunidad.
Con acierto, la distribución de las lecturas bíblicas dominicales (urgida por el Concilio Vaticano II) ideó el Leccionario actual, distribuido en tres ciclos. En cada ciclo se lee, como se sabe, una de las tradiciones evangélicas de la Sinopsis.
Este año (A) está en uso el Evangelio de Mateo, que se lee, al menos idealmente, de manera continuada y seleccionada durante los Domingos del Tiempo ordinario.
Es el Evangelio llamado “eclesiástico” porque estaba secularmente en uso en la liturgia romana (antes de la reforma, propia y habitualmente sólo se leía este Evangelio).
A despecho de todas las cuestiones vinculadas con el origen y la formación de la Sinopsis (nunca del todo resueltas) no hay razones para dudar del testimonio de Pablo que da noticia de un Evangelio de Mateo escrito en hebreo (no conservado y que sirve de material en la redacción última de Mateo tal y como la conocemos, y en la de los otros dos Evangelios de Marcos y Lucas).
Los textos evangélicos, que constituyen el centro de la celebración (punctum saliens) del Tiempo ordinario, se convierten en una didascalia y una contemplación del Señor Resucitado en cada celebración dominical.
Recordemos que cada Domingo celebramos siempre la Resurrección del Señor y desde la proclamación del Cristo viviente contemplamos y escuchamos su Palabra, que es siempre la Palabra del Kýrios de la gloria, en un continuum de toda la vida.
Por este motivo, siempre se canta el aleluya pascual antes de escuchar el Evangelio y rodeamos de signos (luminarias, el estar de pie, la signación, el incienso, la procesión con el Evangeliario) su proclamación.
Mateo es un Evangelio grandioso, bien trabado y ordenado.
Es obra de un gran teólogo (hebreo) y se dirige, sin duda, a cristianos israelitas: personas que conocían la Escritura.
Por ello es frecuente y muy propio de Mateo lo que se ha dado en llamar “palabras de cumplimiento”.
La vida y las palabras (también la muerte y la Resurrección) del Señor obedecen al designio de Dios, anunciado a modo de profecía en la teología de la historia de Antiguo Testamento.
Mateo cita habitualmente (pero no siempre) la versión venerable de los LXX, la única aceptada como inspirada por la comunidad-ekklesía de los primeros días.
Se cita la Escritura al menos ciento treinta veces.
Entre varias inclusiones, hay una de dominante y que toma la globalidad del texto evangélico: Jesús que viene al mundo como el Emmanuel “Dios-con-nosotros” es al final el Señor de la gloria.
Él, enviando a la misión la comunidad apostólica, sobre la que ha fundamentado su Iglesia (la convocación salvadora y escatológica del Nuevo Israel), es Aquel que “estará-con-nosotros” hasta el fin del mundo.
El título cristológico más común es el de Kýrios, también con el título de Hijo del hombre (con la complejidad exegética que implica este título).
Bajo la palabra Kýrios está el nombre de la divinidad: es el Dominus, e implica la profesión de fe en la filiación divina de Cristo.
El Mesías, el Ungido, sólo puede ser el Hijo de Dios.
En el fondo, se identifica la proclamación del Reino de Dios con él mismo.
Él es el Reino, y por ello la comunidad puede pasar inmediatamente de Cristo que predica, al Cristo predicado como Evangelio de salvación.
Él, el Señor, lo llena todo: el pasado, anunciado en las profecías y mostrado por el último y más grande de los profetas, Juan el Bautista; el presente de la comunidad-Iglesia; y el futuro.
Él retornará en la gloria de su Reino.
En este espacio se abre el tiempo de la misión apostólica, como portadores del Espíritu que ha sido dado.
En el II Domingo del Tiempo ordinario se lee todavía un fragmento de San Juan: el evangelista da testimonio del Mesías sobre quien ha visto descender el Espíritu Santo.
En los 3 ciclos (A, B, C) este Domingo es todavía eco del Bautismo del Señor.
La lectura continuada de Mateo comienza propiamente el III Domingo del Tiempo ordinario, cuando el Señor se presenta viniendo de Galilea, proclamando el Reino y llamando a los primeros discípulos.
Infortunadamente, el IV Domingo del Tiempo ordinario, ocupado este año por la Fiesta de la Presentación del Señor, no escucharemos la proclamación del Sermón de las Bienaventuranzas, que inicia el célebre y precioso “Sermón del Monte” en el que Jesús, cual nuevo Moisés y en un nuevo Sinaí, proclama la Nueva Alianza.
En el V Domingo del Tiempo ordinario, el Señor define la comunidad de los discípulos como luz y sal de la tierra, y en el Domingo VI viene a llevar a plenitud la Ley manifestando su autoridad “pero yo os digo“.
El VII Domingo trata sobre el amor a los enemigos para imitar la voluntad del Padre del cielo, que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos“.
Este año, como se puede percibir y ya hemos dicho, escucharemos sólo de una manera muy fragmentada el Sermón de la Montaña.
Todas las perícopas están iluminadas por fragmentos escogidos del Antiguo Testamento que preparan y ayudan a interpretar los textos evangélicos.
Éstos también encuentran su eco en forma orante, ya sea de súplica o de alabanza, en los Salmos responsoriales.
En la segunda lectura, escuchamos de manera continuada la primera carta a los Corintios: hay que observar que en el V y VI Domingos del Tiempo ordinario, escucharemos lo que los exegetas llaman “el discurso de la Cruz”, mientras que en el VII Domingo, la doctrina del Apóstol recae sobre el nuevo templo de Dios que es la Iglesia.
Durante estos Domingos antes de la Cuaresma, nosotros también subimos a la montaña donde el Señor enseña y nos acercamos a Él (el verbo “acercarse” es muy importante en la teología redaccional de Mateo) para escuchar las enseñanzas del Reino.
Resumiendo, en la distribución de las lecturas de Mateo, se ha acentuado sobre todo el aspecto didascálico, dejando para los demás ciclos (B y C) los hechos que acompañan y realizan la predicación del Reino.
Se sabe que este Evangelio se distingue por grandes bloques de enseñanza (discursos o sermones).
Mateo es una obra bien estructurada, una presentación solemne del Señor.
Él es el Mesías que inaugura con su persona el Reino y el Kýrios para los creyentes del nuevo Israel.
Él es el Hijo de Dios desde el seno de María y el Dios con nosotros (1,23).
Se manifiesta también como el Hijo de David, salvador del pueblo de Israel, y cumplimiento de la historia santa que comienza con Abraham (1,1).
Es también el Hijo del Hombre que, según la profecía de Daniel, es aquel que viene del cielo, enviado por Dios.
Él es el Ungido “Mesías” del Padre en el Espíritu en el Jordán, confirmado como tal en la Transfiguración y manifestado como Señor glorioso del cielo y de la tierra en su Resurrección.
Antes, sin embargo, asume el pecado del mundo en su cruz, donde muere abandonado y confiando en el Padre.
Así crea “su Iglesia” (16,18) en la que los creyentes tendrán que vivir una justicia nueva que va más allá de la Ley y se manifiesta en la misericordia.
Los discípulos recibirán el Mandamiento de anunciar el Evangelio a todos los pueblos y luchar contra toda forma de mal (contra toda forma alienante de lo humano).
Cristo, en el Evangelio de Mateo, llena el pasado (toda la profecía de Israel), el presente (estará en medio de ellos cuando se reúnan para celebrar en su nombre) y el futuro (vendrá en la gloria de su Reino).
El tiempo ordinario comprende 34 semanas y se divide en dos etapas: una antes del Ciclo Pascual, y la segunda después de concluido éste. En este año 2020 la primera etapa va desde el 13 de enero hasta el 25 de febrero y comprende 7 semanas (desde la I hasta la VII); la segunda etapa va desde el 1 de junio hasta el 28 de noviembre (desde la semana IX hasta la XXXIV).
(Calendario-Directorio del Año Litúrgico 2020, Liturgia fovenda, p. 87s)