2019 – DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Pentecostés es la plenitud de la celebración de Pascua. Es la Pascua consumada y continuada.
Pentecostés es el último día de la fiesta, el día que hace cincuenta después de Pascua.
El último día es la memoria del Don del Espíritu Santo.
Los santos Padres enseñan que Cristo ha sufrido pasión y muerte y ha resucitado para otorgarnos el Espíritu.
Santo Tomás dice que, dando el Espíritu, Dios no da un don inferior a sí mismo, sino que se da a sí mismo.
El Espíritu convoca a la Iglesia, la une en la diversidad y le regala los dones de la unidad, de la santidad y de la apostolicidad.
Desde el primer Pentecostés, Cristo, Sacerdote eterno, es quien invoca incesantemente el Espíritu sobre la Iglesia.
El Espíritu es también el artífice de los sacramentos.
Del mismo modo que vivifica el pan y el vino para que sean el Cuerpo y la Sangre del Señor, vivifica el libro de la Escritura para que sea Palabra viva para nosotros.
Dentro de nosotros, en el corazón de cada creyente, es agua impetuosa que nos dice: “Venid hacia el Padre” (San Ignacio de Antioquía).
Por Él entramos a formar parte de la comunión trinitaria, ya en este mundo, aunque todavía no se ha manifestado la gloria de los hijos de Dios.
Más aún, la liturgia es la obra conjunta del Espíritu y de la Iglesia.
Sin el Espíritu no hay liturgia cristiana.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado” (Rm 5,5).
Este mismo amor nos lleva siempre a los pobres.
No sin razón, la Secuencia invoca el Espíritu como «Padre de los pobres» (Pater pauperum).
En la lectura de los Hechos se narra el acontecimiento de Pentecostés.
El Espíritu engendra la Iglesia. Realmente hoy es su día fundacional.
El Espíritu se manifiesta con toda la riqueza simbólica bíblica (sonido, viento y fuego).
Se revela también en forma de lenguas de fuego sobre los apóstoles, porque también sus lenguas se convirtieran en ardientes para anunciar ya sin miedo, y a todos los pueblos la resurrección de Jesucristo.
El Espíritu Santo, a diferencia de Babel, hará comprensible todos los lenguajes en el idioma de una misma fe y de una misma caridad.
Ese mismo Espíritu, según enseña Pablo en la segunda lectura, llevará a los creyentes a vivir en la “libertad gloriosa de los hijos de Dios” y hará resonar en su interior el grito del Hijo: “Abba“ (Padre).
También el Espíritu Santo, según la promesa del Hijo en el Evangelio, llevará a los creyentes a la “verdad plena“.
La Verdad plena no puede ser otra sino Dios, en la gloria de su Unidad y Trinidad.
El Espíritu de amor entre el Padre y el Hijo nos introduce en su vida, en su comunión de amor.
La misión universal de la comunidad apostólica está representada por los extranjeros que se encontraban en Jerusalén.
El Evangelio relata la presencia del Señor resucitado en medio de la comunidad apostólica.
El Señor de la gloria que se manifiesta con las marcas de su pasión y que comunica a los suyos la paz.
La paz de un mundo reconciliado con Dios en su persona.
Más todavía: Él, que murió entregando su Espíritu al Padre, ahora insufla el Espíritu los discípulos.
Lo exhala sobre ellos, como una nueva creación.
Desde ahora la comunidad apostólica será pneumatófora, portadora del Espíritu y por eso podrá perdonar los pecados.
El Espíritu no actúa sólo en el interior de la comunidad.
Desde el primer Pentecostés siempre es Pentecostés en la casa de la Iglesia.
Allí donde los hombres y mujeres confiesan que Jesús es el Señor el Espíritu es regalado (ubi ecclesia, ibi Spiritus) y este mismo Espíritu enriquece al cuerpo de Cristo con una gran abundancia de dones y carismas (2ª lectura).
Este comentario se refiere a las lecturas típicas de Pentecostés, ciclo A.
De la mistagogía de los Padres:
Ven, luz verdadera.
Ven, vida eterna. Ven, misterio oculto.
Ven, tesoro sin nombre.
Ven, realidad inefable.
Ven, persona inconcebible.
Ven, felicidad sin fin.
Ven, luz sin ocaso.
Ven, espera infalible de todos los que deben ser salvados.
Ven, despertar de los que están acostados.
Ven, resurrección de los muertos.
Ven, oh poderoso, que haces siempre todo y rehaces y transformas por tu solo poder.
Ven, oh invisible y totalmente intangible e impalpable.
Ven, tú que siempre permaneces inmóvil y a cada instante te mueves todo entero y vienes a nosotros, tumbados en los infiernos, oh tú, por encima de todos los cielos.
Ven, oh Nombre bien amado y respetado por doquier, del cual expresar el ser o conocer la naturaleza permanece prohibido.
Ven, gozo eterno.
Ven, corona imperecedera.
Ven, púrpura del gran rey nuestro Dios.
Ven, cintura cristalina y centelleante de joyas.
Ven, sandalia inaccesible.
Ven, púrpura real.
Ven, derecha verdaderamente soberana.
Ven, tú que has deseado y deseas mi pobre alma.
Ven tú, el Solo, al solo, ya que tú quieres que esté solo.
Ven, tú que me has separado de todo y me has hecho solitario en este mundo.
Ven, tú convertido en ti mismo en mi deseo, que has hecho que te deseara, tú, el absolutamente inaccesible.
Ven, mi soplo y mi vida.
Ven, consuelo de mi pobre alma.
Ven, mi gozo, mi gloria, mis delicias sin fin.
De San Simeón, el nuevo teólogo