2019 – Tiempo de Adviento
El Año Litúrgico comienza donde termina, ya que no tiene fin en sí mismo.
Es un ciclo jamás cerrado, abierto siempre y dispuesto sabiamente de tal manera que su final coincide con su principio.
La solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, termina con la proclamación de la realeza de Cristo y comienza el I Domingo de Adviento con el anuncio de la venida escatológica del Señor.
En uno como en otro, la perspectiva es la del Señor que viene en la gloria de su Reino.
La Palabra celebrada, escuchada, entregada y contemplada en los cuatro Domingos de Adviento intensifica en nosotros la gloria del Señor Resucitado que, viniendo en la carne de su humanidad, viene ahora y siempre a nosotros en la gracia del Espíritu Santo y vendrá en la gloria del último día.
La Iglesia, como Esposa, desea ardientemente esta venida del Señor y con el Espíritu llama incesantemente: “Ven, Señor Jesús“.
Viene en la celebración de los Santos Misterios y también en las obras que los fieles realizan en orden al crecimiento del Reino.
Viene para habitar en nosotros, para ser amado, conocido y celebrado.
Todo el Año litúrgico es signo de una existencia redimida, que tiene su principio, su desarrollo y su plenitud.
En armonía con los demás ciclos (B y C), el contenido de los domingos del ciclo A es el siguiente:
I Domingo: El advenimiento del Hijo del hombre.
II Domingo: La predicación de Juan el Bautista.
III Domingo: El anuncio de las obras del Mesías.
IV Domingo: La anunciación a José.
El primero se abre con el horizonte de la salvación escatológica.
El segundo y el tercero presentan la venida del Señor tal como fue preparada y anunciada por Juan el Bautista.
Y el cuarto es siempre en los tres ciclos una «anunciación» (en el Ciclo A, el anuncio a José; en el Ciclo B, el anuncio a María; y en el ciclo C, el anuncio a Isabel).
Las perícopas evangélicas vendrán precedidas todos estos cuatro Domingos (en la primera lectura) por un oráculo de Isaías, y encontrarán eco en la lectura del Apóstol (con fragmentos escogidos de la carta a los Romanos), excepto el tercer domingo, que pertenece a Santiago.
La segunda lectura explicita en la tradición apostólica el texto evangélico.
Es importante fijarse en los versículos aleluyáticos: representan una apertura, gozosa y pascual, al Evangelio que se proclamará.
Texto de la tradición litúrgica
Hay que estudiar de cerca la palabra velar; hay que estudiarlo con detenimiento porque su significado no es tan evidente como se podría creer a primera vista y porque las Escrituras lo emplean de manera insistente. No sólo tenemos que creer, sino velar; no sólo amar, sino velar; no sólo obedecer, sino velar.
¿Velar, por qué? Para este gran evento: la venida de Cristo.
Creo que se puede explicar así. ¿Sabéis qué significa esperar un amigo, esperar a que llegue, y ver que se retrasa?
¿Sabéis qué significa estar en compañía de personas desagradables y desear que pase rápidamente el tiempo y llegue la hora en que podréis retomar vuestra libertad?
¿Ya sabéis lo que significa estar inquietos por algo que podría suceder y no sucede?
¿O esperar algún acontecimiento importante que haga que el corazón palpite cuando lo recuerdas, y pienses en ello desde el momento en que abres los ojos por la mañana?
¿Sabéis qué significa tener un amigo lejano, esperar sus noticias y preguntaros, día tras día, que está haciendo en ese momento y si está bien?
¿Ya sabéis qué significa vivir pendiente de alguien que está tan cerca de ti que tus ojos le siguen, que lees en su alma, que ves todos los cambios en su fisonomía, que prevés sus deseos, que sonríes con su sonrisa y te entristeces por su tristeza, que te conturbas cuando le ves preocupado y que te alegras de sus éxitos?
Velar esperando la llegada de Cristo es una sensación parecida a todo esto, siempre que los sentimientos de este mundo sean capaces de mostrar un boceto de los del otro mundo.
Vela con Cristo quien no pierde de vista el pasado mientras mira hacia el futuro y lleva a plenitud lo que su Salvador ganó por él, no olvidando nunca lo que sufrió por él.
Vela con Cristo quien recuerda y renueva, en su persona, la cruz y la agonía de Cristo, y se reviste con gozo de aquel manto de aflicción que Cristo llevó en todo momento y dejó aquí, detrás de él, cuando ascendió al cielo.