2020 – DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
El Domingo de Ramos es fundamentalmente un Domingo y celebramos, como cada Domingo, la Resurrección de Cristo. La liturgia de la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén en el Rito Romano está vinculada a la celebración eucarística. Es la Iglesia que se dispone a acompañar a su Señor y Esposo en la celebración del Misterio de la Pascua. Acompañamos al Señor, rey pacífico y humilde, que entra en la ciudad santa para ofrecer el sacrificio de la nueva alianza en su Cuerpo, y llevando a plenitud su obediencia al Padre.
Por la historia litúrgica sabemos que en Roma empezaba con una gran sobriedad la Semana Santa, pero los peregrinos medievales (sobre todo de las Galias) participaban en la liturgia festiva de Jerusalén, la que iniciaba la gran semana con la procesión que, desde el monte de los Olivos, quería imitar la entrada de Jesús en la ciudad santa. La costumbre se impuso en occidente y también en Roma. De ahí el contraste litúrgico entre la conmemoración festiva de la entrada del Señor en Jerusalén y la sobriedad de la Misa, centrada ya en los misterios de la muerte y pasión del Señor. También con el canto de las palabras que el Señor pronunció desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” en el Salmo de la Misa. En el Oficio matinal (Oficio de Lectura y Laudes) se evoca la entrada del Señor en su ciudad para celebrar la Pascua, no así en Vísperas. La memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén, según las tres posibilidades ofrecidas por el Misal, debe ser preparada: es expresión del amor y de la gratitud por la entrega de Cristo, que se ofrece a sí mismo como cordero de la nueva Pascua. “Hoy nos disponemos a inaugurar, en comunión con toda la Iglesia, la celebración anual del Misterio pascual de la pasión y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”, se dice en la monición breve al inicio de la procesión.
La celebración eucarística está marcada por la proclamación de la Pasión del Señor según el Evangelio de Mateo. Esta perícopa, junto con la narración de la Resurrección, es el texto sagrado principal de nuestra fe, de nuestra existencia y de nuestro destino eterno. Idealmente, hay que considerar que el texto de la Pasión de Mateo encuentra su culminación, como una unidad sustancial, con el texto de la Resurrección de la Noche Santa.
La proclamación de la Pasión debe ser cuidadosamente preparada y la homilía debe ser breve, pero intensa. A no ser por causas realmente importantes, no debe proclamarse el texto breve de la Pasión.
El texto comienza con la peregrinación del Señor, acompañado de los discípulos que lo seguían y de las mujeres que habían subido con Él desde Galilea, y que se convierte en una manifestación popular, gozosa, festiva y solemne con todo el pueblo que lo aclama. El cortejo comienza en Bet-Fagué, en el monte de los Olivos (lugar con tantos significados bíblicos). El centro de la perícopa es la “palabra de cumplimiento” del profeta Zacarías: Él es el rey pacífico que no se presenta con la potencia temible de las armas, los carros y la caballería, sino montado sobre el “pollino (hijo de acémila)” y así toma posesión de su ciudad. Con su cabalgata [propia de quien es “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 28)] confunde todos los proyectos de odio y de guerra. La ciudad es la Hija de Sión, expresión que indica la Esposa, la Madre futura de muchos hijos, esposa gloriosa, bendita y bienaventurada. Sólo su sangre redimirá a la Esposa amada, tan amada que dará la vida por ella. Los habitantes de Jerusalén le reciben como el Mesías, el Rey mesiánico, el Hijo de David, anticipando los signos de la fiesta de las Tiendas y el canto del Salmo 117 con la aclamación: Hosanna (Hoshîai`- na) la misma aclamación que resuena eter namente (Ap 7, 10). De nuevo la pregunta:
¿Quién es éste? La respuesta: Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea. En el título de la cruz, como trágico contraste, se habrá escrito: “Este es Jesús, el rey de los judíos”.
Se proclama el tercer cántico del Siervo de Yahvé: la primera Iglesia interpretará la pasión y muerte del Señor con los oráculos de Isaías y verá en ellos el cumplimiento de todo al detalle. En el Salmo escuchamos el alma del Señor a través de la oración del Salmo 21 (el Señor murió en la cruz recitándolo): así hacemos nuestros los sentimientos de Cristo. Es lo que pide San Pablo a los destinatarios de la carta a los Filipenses antes de transcribir el himno de la kénosis: “Cristo, por nosotros, se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz”. Estas palabras, la liturgia de la Iglesia las repetirá tantas veces en las Horas Santas durante el Triduo.
La obediencia del Siervo, anunciada por el profeta y proclamada por el Apóstol, se refleja en el relato sobrio, a la vez que grandioso, de la pasión y muerte del Señor.
Traicionado por sus discípulos, negado por Pedro, abandonado por los suyos, experimentando la angustia del pecado del mundo en Getsemaní, torturado y elevado en la cruz, Jesús se manifiesta como el Hijo amado del Padre, y, de hecho, muere con el grito supremo: ‘Abbâ (45-50). El Señor murió con los Salmos de su pueblo en los labios. Israel, como si no fuera el pueblo de la alianza, lo ha entregado a los paganos. El diálogo con Pilato no conduce a nada porque falta la mediación de la Escritura. Sin embargo, es un pagano (el centurión) quien proclama su identidad: “Verdaderamente este era Hijo de Dios”.
Jesús tuvo que soportar las injurias de sus enemigos y las burlas de quienes le habían condenado, pero también soportó las tres “tentaciones escatológicas” (en paralelismo con las tres tentaciones del desierto).
Su muerte es una teofanía divina, significada por el terremoto “la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron”, el velo del templo rasgado y las tinieblas “vinieron tinieblas sobre toda la tierra”. Es la teofanía (revelación) de Dios en la Persona (humanidad y divinidad) del Verbo y del Hijo que obedece filialmente la voluntad del Padre en el Espíritu Santo para nuestra salvación. El abismo de la Vida ha entrado en el abismo de la Muerte para aniquilarla y hacernos entrar, resucitando, en el Abismo de su Vida.
Primeras ferias de Semana Santa
La Semana Santa, también llamada semana grande o vivificante, se inicia con las tres ferias del Lunes Santo, Martes Santo y Miércoles Santo. No son todavía la celebración de la Pascua -pertenecen aún al Tiempo de Cuaresma- pero sin embargo ya están orientadas a la celebración inmediata de la Pascua.
Así, el Prefacio propio de estos días (Pref. II de la Pasión del Señor) reza: “Se acercan los días de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa”.
La liturgia viene determinada por la proclamación de los Evangelios: el lunes, la unción de María en Betania; el martes, la traición al Señor; y el miércoles, la preparación de la Cena de Pascua.
Los griegos denominan estos tres días de la Semana Santa «tiempo de la espera del Esposo».
Estos días la liturgia bizantina canta una y otra vez el tropario: “La sala de tu banquete nupcial, yo la veo toda iluminada, oh mi Salvador. Y no tengo el vestido nupcial para entrar a disfrutar de tu belleza. Ilumina, Señor, el traje de mi alma, y, ¡sálvame!, Señor, ¡sálvame!”.
También en las tres primeras ferias de la Semana Santa se leen los “Cánticos del Siervo de Yahvé”: el primero, el lunes; el segundo, el martes; el tercero, el miércoles. El cuarto, el más sublime, se reserva para el Viernes Santo.
Son significativas las aclamaciones que ocupan el verso del aleluya, antes del Evangelio.
Representan el saludo de la Iglesia a su Rey y Señor (Salve, rey nuestro), que se dispone a dar su vida por la salvación del mundo.
Los Salmos son ya, estos días, más que nunca, la oración del Señor en los días de su pasión. Todos deben orarse en boca de Cristo. Son oraciones de Jesús al Padre en labios de su Iglesia y revelan los sentimientos de su corazón.