0202 – Viernes Santo
VIERNES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
En este día, en que «Cristo nuestro Cordero pascual ha sido inmolado”, la Iglesia, meditando sobre la Pasión de su Señor y Esposo y adorando la Cruz, conmemora su nacimiento del costado de Cristo dormido en la Cruz e intercede por la salvación de todo el mundo.
El centro de la celebración es la proclamación de la Pasión y muerte de Jesús, que, según antigua tradición es la de san Juan: el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero.
La cima del relato son las palabras de Jesús «Está cumplido»: el designio del Padre, la obediencia del Hijo y la entrega del Espíritu Santo.
La celebración comienza con el silencio de todos, también con la postración de los ministros y de la asamblea arrodillada.
Esta es la condición del viejo Adán si Cristo no la hubiera elevado.
La oración de los fieles es hoy más que nunca universal: ruega por todo y por todos, porque no hay nada ni nadie que quede excluido de la redención de Cristo.
Bajo la cruz del Redentor, la Iglesia, en pie como María, se acuerda también de todos sus hijos e hijas, por los que ha muerto el Salvador.
La Iglesia adora con un inmenso amor la Cruz del Señor y se une a sus sufrimientos, incluso con la comunión eucarística.
Una Eucaristía que sólo hoy no rompe el ayuno. Del cual el Concilio Ecuménico afirma: «Téngase como sagrado el ayuno pascual; que ha de celebrarse en todas partes el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor y aún extenderse, según las circunstancias, al Sábado Santo, para que de este modo se llegue al gozo del Domingo de Resurrección con ánimo elevado y entusiasta» (SC 110).
La cruz, presentada o desvelada, adorada por todos, es entronizada en el altar y la antífona antiquísima y que cantan todas las Iglesias: «Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa Resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero», expresa admirablemente el gesto litúrgico, casi sacramental.
Hay que hacer un esfuerzo para que la asamblea cante el trisagio en los improperios. El trisagio se canta cuando se manifiesta la santidad de Dios y la cruz es manifestación suprema de la santidad divina (su amor).
Ciertamente es un día velado por el llanto de la hija de Sión que llora la muerte del hijo unigénito, pero en su llanto se vislumbra ya su victoria: por eso los ornamentos del día no son morados, sino rojos, ya que el Señor es el rey de los mártires.
Es ya un presentimiento de gloria.
La proclamación de la Palabra de Dios es el centro de la celebración de hoy. Realmente, las lecturas aparecen alrededor de la cruz de Jesús, que ocupa el centro. Es un misterio tan grande de amor y de donación que en sí mismo es inagotable: sólo puede ser amado y adorado.
Las tres lecturas tienen en común que el Señor sufrió.
En la segunda lectura, es el sumo sacerdote quien a gritos y con lágrimas se ha ofrecido él mismo para convertirse en autor de nuestra salvación eterna. Él mismo es el oferente y la ofrenda.
En el Evangelio de san Juan es «el rey entronizado en la cruz» quien cumple para nosotros todo lo que estaba escrito de él en la Escritura.
Él es rey desde la cruz, y son sus enemigos quienes le entronizan.
Antes, sin embargo, su realeza se manifiesta en ser testimonio de la verdad (la de Dios Padre).
El mismo Pilato lo presenta con ironía ante el pueblo: “¿A vuestro rey voy a crucificar? Entonces lo entrega (se lo entregó) para ser crucificado“.
Su realeza es anotada en el titulus de la cruz en las tres lenguas del mundo (hebreo, latín y griego).
La cruz se manifiesta como el «trono real» desde donde Él atrae a todos los humanos.
Desde la cruz, confía su madre al discípulo amado, y también desde la cruz hace la gran súplica por el agua del Espíritu, con el versículo de los Salmos: “Tengo sed“.
Aquel que tiene sed del Espíritu es el mismo que entrega el Espíritu a la Iglesia, representada por María y el discípulo amado “inclinato capite emissit spiritum“.
Finalmente, su costado abierto se convierte en una fuente de donde brota incesante -por los siglos de los siglos- el agua y la sangre (bautismo y eucaristía).
Allí, la Iglesia nace del costado abierto del nuevo Adán.
La primera experiencia de la Iglesia es sentirse amada por el Señor ya que la muerte del Hijo muestra hasta qué extremo amó Dios al mundo, entregando a su Hijo por nosotros.
Desde la cruz dirá, como última palabra: “Está cumplido“, que significa: «Todo ha llegado a la plenitud» y, por tanto, «nada ha terminado, todo vuelve a empezar». Impresiona cada Viernes Santo (la Parasceve en las liturgias occidentales) escuchar las palabras del evangelista Juan: “El que lo vio da testimonio“.
La riqueza simbólica del relato es enorme.
(Calendario-Directorio del Año Litúrgico 2020, Liturgia fovenda, p.185s)