2020 – DOMINGO II DE CUARESMA
DOMINGO II DE CUARESMA
Domingo de la transfiguración del Señor.
Queda claro que se debe poner en relación la Palabra de hoy con los Domingos precedente y siguiente.
El diálogo interrumpido por el hombre a causa del pecado es retomado, por iniciativa divina, con Abrán.
La ley bíblica de “la selección regresiva” hace que, de entre muchos, se escoja a uno, Abrán, a fin de comenzar una historia de amor y de salvación.
Una historia que llega hasta aquel que es “hijo de Abrahán“.
La fe de Abrahán será una bendición para todos: como él, muchos emprenderán el camino de la fe.
Él será una bendición universal: esta es la bendición y la bienaventuranza de la fe.
También los discípulos siguen, en fe, al Maestro y suben con Él “aparte a un monte alto“.
Allí serán testigos de la teofanía trinitaria: el Padre les muestra el Hijo -a quien deberán escuchar, y el Espíritu Santo, en forma de “nube luminosa los cubre con su sombra” (cf. Lc 1,35) y les introduce en el misterio divino.
La transfiguración es -para el Señor y para los discípulos- una “confirmatio” de la misión de Jesús recibida en el Bautismo en el Jordán.
No deben construir tres tiendas, no tienen que permanecer allí, deben proseguir su misión, una misión que termina en la cruz.
Los postrados por tierra por causa de la manifestación divina reciben el mandamiento: “Levantaos, no temáis“.
Encontramos el mismo verbo que en la resurrección, egeirô: ellos pasan de la postración extrema por causa de la divinidad, a “estar de pie” ante la divinidad, pasan de la postura del esclavo ante el dueño a la postura de los hijos ante los padres.
Reencuentran la humanidad de Jesús, “solo“, pero han visto su divinidad resplandeciente.
Saben, desde ahora, que Jesús es el portador, “teóforo” de la divinidad.
También han visto a Moisés y a Elías, ambos estimadores de la Cuarentena, representando la Ley y los Profetas que dan testimonio de Él.
El Señor los ha llevado “in alto” (anaphéró).
La tradición de los Padres del Oriente ha visto en la transfiguración el inicio de la vida “en Cristo“, la vida mística: los discípulos, habiendo contemplado la gloria del Señor, vivirán únicamente por Él y para Él.
La luz del rostro del Señor es la luz increada manifestada en el Verbo.
Una luz que viene de su interior -no de fuera de Él-, y hace transparentes “su rostro” e incluso “sus vestidos“.
Es la luz tabórica, transfigurante.
En la oración, hecha en clave de presencia y “atención amorosa” (según san Juan de la Cruz), y en la celebración de la Eucaristía, contemplamos “in fide” el rostro bellísimo del Señor, radiante de gloria.
En el camino de la fe, el creyente debe orar: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti“, porque si pierde el amor de Dios, ya no es posible ninguna esperanza y, sin ésta, no se puede caminar en la fe.
Sólo por la fe en Cristo, “que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio“, se hace camino.