2020 – Jueves Santo
TRIDUO PASCUAL
9 de abril (al anochecer)
JUEVES SANTO EN LA CENA DEL SEÑOR
«Con la Misa que tiene lugar en las horas vespertinas del jueves de la Semana Santa, la Iglesia comienza el Triduo Pascual y evoca aquella última cena, en la que el Señor Jesús, la noche en que fue traicionado, habiendo amado a los suyos hasta el extremo (los suyos que estaban en el mundo), ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, y se las entregó a los apóstoles para que las sumieran, mandándoles que ellos y sus sucesores en el sacerdocio también las ofrecieran» (Caeremoniale episcoporum n. 297).
La celebración de hoy es como unas I Vísperas de todo el tríduum, vivido litúrgicamente como una unidad de tiempo, marcado por las horas de oración (las Horas Santas) y las convocatorias eclesiales.
Esta es la razón por la que se omite el rito de despedida. Se dirá solemnemente en la Vigilia Pascual, con el doble aleluya, para significar el final del triduo.
La antífona de introducción: “Nos autem gloriari“ -propiamente la antífona de entrada de todo el triduo– es como la Iglesia inicia la gran celebración de la Pascua:” Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo“. ¿De qué otra cosa puede gloriarse la Iglesia sino de ésta?
Así la asamblea se introduce y se dispone a participar de la Hora de Jesús (Jn 13,1) en la que el Señor nos ama hasta el extremo (télos).
Antiguamente, se tocaban las campanas en el momento del Gloria para anunciar a todos que los cristianos habían iniciado la celebración de la Pascua.
Esta costumbre, según la oportunidad, en algunos lugares aún perdura. Tiene relación con las campanas que resonarán la Noche de Pascua, cuando los creyentes cantarán el aleluya de la Resurrección.
La palabra del Señor sobre el mandamiento del amor viene acompañada del icono del lavatorio de los pies, significativa y visual: el “Mandatum Domini“.
Nadie puede censurar al Papa Francisco por haber dado una significación más profunda a la rúbrica.
No es mimesis pura, es un gesto cuasi sacramental (en Mysterio); es tener parte en el sacerdocio real del Señor (“Si non lavero te, non habes partem mecum“).
El mandamiento nuevo (nunca envejecido), los cristianos sólo lo podemos vivir por la recepción del Espíritu del amor del Hijo (“como yo os he amado” tiene un valor causal: “porque yo os he amado y os he demostrado mi amor”).
Este amor es el que subsiste: “Hay tres cosas que permanecen (…); pero la más importante es el amor” (1Co 13,13).
Es la única celebración del año en que el Misal indica el contenido de la homilía sobre los grandes misterios que hoy se conmemoran: la institución de la Eucaristía y del Orden sacerdotal, y el mandato del Señor sobre la caridad fraterna.
La densidad sacramental de la celebración es altísima en el Canon Romano (en el relato de la institución), cuando se dice: “El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres” y en la consagración del vino se dice: “hunc praeclarum calicem“.
Con este realismo, la liturgia hace participar de la Cena del Señor y, de hecho, todos (espiritualmente) estamos en el Cenáculo.
Después prosigue la adoración silenciosa, amorosa y agradecida, ante el sacramento del Amor, hasta la medianoche, cuando comienza el misterio del Gran Viernes de la Muerte del Señor.
De la mistagogia de los Padres
“Fue una tarde perfectísima, en la que Cristo cumplió la verdadera Pascua; fue una tarde, la última tarde, en la que Cristo selló su doctrina; tarde, cuyas tinieblas fueron iluminadas; tarde, que hizo nueva la decimocuarta luna del día del sol; Dios mandó aquel día que la sinagoga inmolara el cordero de la decimocuarta luna de Nissan y que cada año fueran preparados los ácimos.
En la noche, pues, de aquella Pascua, otorgó a su Iglesia el mandato que renovara la memoria del Cordero, Hijo de nuestro Dios. El cual, antes que para nosotros fuera entregado a la muerte, dio su Cuerpo y su Sangre. Aquella tarde, en la que los judíos usaban los ácimos, Jesús constituyó a la Iglesia heredera de su Sangre ante el mundo.
Oh tarde gloriosa, ¡en la que se cumplieron misterios tan grandes! ¡Fue sellada la antigua alianza, y la Iglesia de los gentiles fue enriquecida! Tarde bendita, tiempo bendito, en el que la Cena fue consagrada; mesa bendita que se convirtió en un altar para los apóstoles. En aquella Cena el Señor nos dio el alimento y la bebida espirituales, como lo había predicho Isaías“.
San Efrén (sermón IV)
En la primera lectura, el relato de la institución de la Pascua de Israel, que el mismo Señor celebró con sus discípulos el día antes de su muerte.
Fue en esta Cena en la que el Señor, según la narración del apóstol Pablo, instituyó la eucaristía.
Esta es la tradición que ha recibido del Señor y que expresa la fe de la Iglesia, obediente al mandato del Señor.
Éste será el memorial del Señor: el pan, sobre el que el Señor ha pronunciado la acción de gracias, partido y dado (de forma parecida con el cáliz).
Allí están toda su vida y su muerte entregadas.
Celebrando la Eucaristía, la Iglesia anuncia la muerte del Señor, también su gloriosa resurrección, “hasta que vuelva. Cada vez que celebramos la Eucaristía, el Señor se da a nosotros “pro nobis et pro multis“.
La Eucaristía es Presencia real de Cristo y, justamente porque es tan real es comunión y alianza nuevas “sacramentum caritatis et vinculum unitatis“.
La caridad dada por Cristo se expresa dentro y fuera de la Eucaristía como una comunidad diaconal, que se pone al servicio de los demás (como el Señor que ocupa el lugar del sirviente) y sabe que sin esta caridad no puede tener parte en Él, “tú no eres de los míos“. Con razón no puede hacer otra cosa que levantar “el cáliz de la salvación” ya que sabe que “el cáliz de la bendición es comunión con la sangre (el amor) de Cristo“.
Así lo canta en el Salmo responsorial.