XXXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO – 31/10 al 5/11/2022 – XXXI SETMANA DE DURANT L’ANY
LUNES Jesús subvierte el orden social instituido: su palabra es siempre un revulsivo para nuestras conciencias somnolientas, petrificadas en lo “normal y corriente”. El Reino es la anormalidad absoluta en la mentalidad que se acomoda a lo establecido y no va más allá en su capacidad de amor gratuito. Quien puede organizar un banquete, puede compartir mucho, y de eso se trata: no acumular felicidad efímera para uno mismo, sino comunicarla a quienes no tienen nada. Jesús pide ser y sentirse hermanos unos de otros, no únicamente del propio clan: procurar ensanchar la capacidad de inclusión, de pertenencia, de ternura. En definitiva, ser “compasivos” como lo es el Padre (6, 36). Fijémonos que sólo los desvalidos, “pobres, lisiados, cojos y ciegos“, y quienes se ocupan de ellos, “los justos” resucitarán: los primeros son los preferidos del Padre y vivirán por siempre en su presencia; los segundos, verán retribuidos sus desvelos para con aquellos “pequeños” pues el Padre reconocerá en esa compasión las entrañas de piedad de su Hijo. A los egoístas, de corazón raquítico, ni se les menciona. MARTES TODOS LOS SANTOS El Espíritu Santo, como amor de Dios derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5), santifica constantemente la Iglesia La santidad inaccesible de Dios se ha comunicado por el Hijo y el Espíritu Santo a la Iglesia y al mundo. La gracia divina ha precedido, ha acompañado y ha transformado a los que llamamos santos y santas en la gloria. Hoy realmente es una fiesta eclesial: se alegran la Iglesia del cielo, primera lectura, y la que peregrina en este mundo por lo. s caminos de la santidad revelados por el Hijo, es decir, por las Bienaventuranzas del Reino, Evangelio. La Iglesia, glorificada y peregrina, se une en la Liturgia de hoy para celebrar la santidad de Dios. El seno del Padre, comunicándose por el Espíritu Santo, entregado por el Hijo, es la fuente de toda santidad. Realmente debe meditarse profundamente el Prefacio propio para saborear y así poder transmitir el “sensus ecclesiae” de la solemnidad de hoy. La solemnidad que celebra en un solo día “los méritos de todos los santos“, cf. oración colecta, resplandece, como ninguna otra, con toda la gloria y la luz de la Pascua del Señor. Misa: Ap 7, 2-4. 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12 Se proclama el Evangelio de las Bienaventuranzas del Reino. Constituyen un poema divino que canta los caminos de la bienaventuranza, que será plena en el Reino consumado. Son bienaventurados los que eligen estos caminos para vivir. Pero estos caminos empiezan ya ahora, en este mundo. La enseñanza de Jesús en el Evangelio se dirige expresamente a sus discípulos, es decir: a aquellos que están dispuestos a seguirle. Son los caminos que los discípulos de Cristo deben seguir. Las Bienaventuranzas que el Señor predicó, Él las vivió en plenitud y las cumplió con toda perfección en la Cruz. Expresan su misión y su identidad: É l es el pobre, el no violento, el que lloró sobre Jerusalén y los sufrimientos de las personas, el que tiene hambre y sed de la justicia de Dios, hasta morir. Él es quien trae y manifiesta la misericordia del Padre. Él es, como dice Pablo, “nuestra paz” (Ef 2, 14-17). Él es el perseguido porque encarna la justicia de Dios. Él es “el santo y feliz Jesucristo“. No es un programa de moral universal, son los caminos por donde deberán caminar los discípulos del Señor. Por esas sendas han caminado los santos. La interpretación de las Bienaventuranzas del Reino nunca es cerrada, siempre es abierta. Quien las vive más es quien las practica en su vida. La santidad será siempre la donación de uno mismo, desde la “pobreza según el Espíritu” a Dios, al Reino, a los hermanos. Sólo en comunión con Cristo podemos transitar por los ocho caminos de la felicidad. Una felicidad según Dios, no según el mundo. No hay nada más grande en la Liturgia de hoy que cuando los fieles se acercan a la mesa eucarística cantando las Bienaventuranzas, cf. antífona de comunión. La santidad cristiana la tenemos en germen desde el Bautismo, tal como testimonia san Juan en la segunda lectura: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos“. La santidad cristiana nace del amor de Dios, que transforma la criatura a través de la existencia, va desde el inicio, ahora ya, hasta el cumplimiento final, cuando la semejanza con el Señor será plena y “lo veremos tal cual es“. Porque tenemos esta esperanza debemos purificarnos y quitar de nosotros lo que no es de Dios . Purifi carse a sí mismo no puede significar otra cosa que convertirse. En la visión poética y simbólica del Apocalipsis se contempla la inmensamente infinita fiesta de las Tiendas eternas, la fiesta del cumplimiento último de las promesas, la gozosa “Panegyris“, la fiesta total. Participando en número de plenitud, 144.000, todos los marcados por el Espíritu que, junto con los ángeles, los cuatro vivientes, el universo, y los ancianos, los oficiantes de la Liturgia celestial y terrenal, claman: “Santo, Santo, Santo“. Todos llevan la túnica blanca del Bautismo, lavada en la Sangre del Cordero MIÉRCOLES CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS En la celebración de la Eucaristía, la Iglesia hace memoria de los fieles difuntos y le place pronunciar sus nombres junto a la oblación del Señor en el interior de la “anáfora“. ¿Quién no recuerda las palabras de santa Mónica: “Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os ha llareis, os acordéis de mi ante el altar del Señor“? (San Agustín, “Confesiones ” 9,9,27). La conmemoración de hoy es universal, es la de todos los fieles difuntos por los cuales se celebra la Eucaristía a manera de sufragio, se reza el Oficio de difuntos y se practica la caridad. La limosna en memoria de los difuntos, ya sea como estipendio o donación a los pobres, es costumbre cristiana y forma parte de la Liturgia. La madre Iglesia recuerda con amor y oración a sus hijos e hijas para que su intercesión, unida al sacrificio de Cristo, sea para ellos plenitud de la vida eterna, que recibieron en el Bautismo. Si su conversión a la vida nueva no fuese completa en la tierra y necesitaran una purificación más radical para que la vida eterna se manifestase en ellos, la Iglesia “en la comunión de los santos” intercede por ellos. Orar por los difuntos es un acto de amor. La liturgia de hoy tiene una dimensión de universalidad en favor de todos los difuntos, incluso de los que nadie hace memoria. En este sentido, la antífona de entrada en la Misa es realmente impresionante: “Dios, que resucitó de entre los muertos a Jesús, vivificará también nuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en nosotros“. Formulario I. Lam 3, 17-26 (o bien: Rom 6, 3-9); Sal 129, 1b-2. 3-4- 5-6. 7. 8; Jn 14, 1-6 El dolor por la muerte de los seres queridos se convierte en lamento en la primera lectura. En el libro de las Lamentaciones se expresa el dolor y abatimiento, “ya no recuerdo la dicha“; sin embargo, desde el dolor, el orante quiere trae a su memoria que “la misericordia y la bondad de Dios se renuevan cada mañana“. El cristiano sabe cuál es esa mañana: es el alba del Domingo de Pascua, la aurora de la Resurrección. Una alborada que el centinela ansioso espera, Salmo responsorial. Es el alba de un día sin ocaso ni noche: un “hoy” eterno, un día que no queda remplazado ni por un ayer ni por un mañana. Un día sin fin que participa de la eternidad divina. La muerte provoca siempre un gran silencio a su alrededor, todas las palabras humanas fracasan ante la experiencia de la muerte, únicamente la Palabra del Señor puede romper este silencio con su Palabra. Una Palabra que en el Evangelio nos dice: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios, creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias“. Jesús ha muerto y ha resucitado para prepararnos un lugar junto a Él. Tenemos lugar reservado para cada uno en el cielo. Con esta esperanza recordamos y oramos por los difuntos, que nos han precedido con el signo de la fe. Formulario II. Rom 8, 31b-35. 37-39; Sal 14, 5-6; 115, 10-11. 15-16a y c; Jn 17, 24-26 En la primera lectura, del gran capítulo 8 de la carta a los Romanos, se escuchan las palabras casi entusiastas del Apóstol: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?“ Nada ni nadie, tampoco la muerte temporal. Sólo el pecado nos puede separar de Él, en este mundo y en el otro. Y, sin embargo, la condenación definitiva sería mermar la salvación de Cristo, que siempre intercede por nosotros. Nadie puede estar seguro de su salvación o condenación, pero todos debemos confiar en el Señor que ha dado la vida por nosotros, y vivir en la confianza y en el temor de Dios, que excluyen todo miedo. El salmista, lleno de fe, exclama en el Salmo 114, con plena confianza: “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles“. Es lo mismo que el Señor Jesús expresa en su oración sacerdotal: “Deseo que estén conmigo donde yo estoy“. Es en este deseo de Jesús, un deseo divino, que conmemoramos a los difuntos. Y nuestras lágrimas, justificadas porque nos querían y les queríamos, están empapadas de esperanza. Formulario III. Rom 14, 7-9. 10c-12; Sal 102, 8 y 10. 13-14. 15-16. 17-18; Mt 25, 31-46 ” Ninguno vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo“. Con estas palabras, el Apóstol afirma que nadie debe la propia existencia a sí mismo: la recibe siempre de Dios. Tampoco nadie puede disponer de su propia muerte. Pero quiere decir más: la existencia es recibida del Señor que murió y resucitó por nosotros y con ello expió nuestra culpa y el impedimento de participar de la vida de Dios. La perspectiva de la existencia humana como final último no es la nada, sino Dios mismo, delante del cual, recuerda el Apóstol, todos debemos comparecer. Nuestra existencia ha sido amada por adelantado por el Señor que ha dado la vida y, por eso, “tanto si vivimos como si morimos“, somos de Él. Debemos comparecer ante Dios para dar cuenta del amor vivido. Realmente vivido y expresado en el sacramento del hermano, tal como anuncia el gran texto del capítulo 25 de Mateo. ¡Cuántas veces el Papa Francisco dice que este Evangelio es el protocolo con el cual seremos juzgados! Lo realmente impresionante y digno de ser considerado es que los que amaron e hicieron el bien a uno de estos hermanos pequeños, no se enteraron de que lo hacían al mismo Señor. En la Iglesia, a excepción de la Bienaventurada Virgen María, todos somos pecadores convertidos a Jesucristo y, por eso, debemos rezar por los difuntos. El Salmo 102 es un canto a la ternura divina que “conoce nuestra masa y se acuerda de que somos barro” JUEVES Misa: Flp 3, 3-8a; Sal 104, 2-3. 4-5. 6-7; Lc 15, 1-10 La única “parábola de la misericordia” que se lee en el leccionario ferial es la de la “oveja descarriada“. Revela cómo la matemática divina es distinta a la nuestra: al Padre le importa aquello que nosotros ya damos por perdido. Salva a cada una en ella: esa es la manera de obrar de Dios. El Buen Pastor, “pastor bonus“, es Cristo, que ha venido a encontrarnos uno a uno, personalmente. Nuestra conversión alegra a Dios y a sus ángeles: es un gozo simbolizado por la mujer que, tras momentos de ansia y fatiga, encuentra la moneda perdida e invita “a las amigas y vecinas” a celebrarlo. VIERNES SAN CARLOS BORROMEO, obispo Nació en 1538 en Arona (Italia). Terminados sus estudios de Derecho, su tío, el Papa Pío IV, lo nombró cardenal y le encomendó diversos asuntos de la Curia. Más tarde fue nombrado arzobispo de Milán donde fue un verdadero pastor de su rebaño, entregado sin reservas a los fieles. Cuidó con diligencia de los sacerdotes, convocó sínodos y decretó muchas disposiciones destinadas a poner por obra los mandatos del Conci lio de Trento. Su tarea supuso una mejora de las costumbres y un incremento de la vida cristiana en su diócesis. Encarnó el ideal del verdadero pastor de almas, instruido en teología, hombre de vida interior, dedicado a las personas, con capacidad de idear y realizar programas pastorales, todo al servicio de los fieles. Renunció a numerosos beneficios que acumulaba, llevando un austero estilo de vida, y dedicando el resto a obras de caridad. Ésta fue admirable cuando la peste asoló la ciudad: él mismo atendía a los moribundos. Murió el día 3 de noviembre del año 1584. Los fieles de Milán desde el día de su sepultura empezaron ya a encomendarse a su intercesión. San Juan Pablo II le era devoto y tenía a San Carlos como modelo de pastor de la Iglesia. Misa: Flp 3, 17-4, 1; Sal 121, 1bc-2. 3-4ab. 4cd-5; Lc 16, 1-8 El Evangelio de hoy es la primera parte de la sorprendente “parábola del administrador astuto“. Evidentemente, el Señor no lo pone de ejemplo por sus martingalas y negocios sucios. Lo justifica “sub contrario” para llegar a la afirmación: “Los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz“. Únicamente se puede interpretar así: ¡Fijaos como hombres sin escrúpulos se espabilan para conseguir lo que desean! De hecho, su astucia no es inteligente: los lleva a la perdición y degradación de sí mismos. Tienen como lote sus propias tinieblas. Los “hijos de la luz” emplean el medio contrario: no escatimando, sino dando generosamente (6,36-38). Incluso manifestándose como necios ante un mundo que no comprende el dar a cambio de nada e incluso el dar más allá de lo debido y lo merecido. Así demuestran que son “hijos de la luz“, es decir, hijos de Dios. SÁBADO Misa: Flp 4, 10-19; Sal 111, 1b-2. 5-6. 8a y 9; Lc 16, 9-15 “Narrando la parábola de un administrador injusto, pero muy astuto, Cristo enseña a sus discípulos cuál es el mejor modo de utilizar el dinero y las riquezas materiales, es decir, compartirlos con los pobres, granjeándose así su amistad con vistas al reino de los cielos. Haceos amigos con el dinero injusto -dice Jesús-, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas (Lc 16, 9). El dinero no es “injusto” en sí mismo, pero más que cualquier otra cosa puede encerrar al hombre en un egoísmo ciego. Se trata, pues, de realizar una especie de “conversión” de los bienes económicos: en vez de usarlos sólo para el propio interés, es preciso pensar también en las necesidades de los pobres, imitando a Cristo mismo, el cual, como escribe san Pablo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza (2 Cor 8, 9). Parece una paradoja: Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, es decir, con su amor, que lo impulsó a entregarse totalmente a nosotros“. Papa Benedicto XVI (Ángelus, 23-07-09). (Calendario-Directorio del Año Litúrgico 2022, p.495ss)
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DILLUNS Missa: Fl 2, 1-4; Sal 130, 1. 2. 3; Lc 14, 12-14 Jesús subverteix l’ordre social instituït: la seva paraula és sempre un revulsiu per a les nostres consciències endormiscades, petrificades en allò “normal i corrent“. El Regne és la anormalitat absoluta en la mentalitat que s’acomoda a allò establert i no va més enllà en la seva capacitat d’amor gratuït. Qui pot organitzar un banquet, pot compartir molt, i d’això es tracta: no acumular felicitat efímera per a un mateix, sinó comunicar-la als qui no tenen res. Jesús demana ser i sentir-se germans els uns dels altres, no únicament del propi clan: procurar eixamplar la capacitat d’inclusió, de pertinença, de tendresa. En definitiva, ser “compassius” com ho és el Pare (6,36). Fixem-nos que només els desvalguts, “pobres, invàlids, coixos i cecs” i els que se n’ocupen, “els justos“, ressuscitaran: els primers són els preferits del Pare i viuran per sempre en la seva presència; els segons, veuran retribuïts els seus esforços envers aquells “petits” ja que el Pare reconeixerà en aquesta compassió les entranyes de pietat del seu Fill. Als egoistes, de cor raquític, ni se’ls esmenta. DIMARTS TOTS SANTS L’Esperit Sant, en tant que és l’amor de Déu vessat en els nostres cors (Rm 5,5), santifica constantment l’Església. La santedat inaccessible de Déu s’ha comunicat pel Fill i l’Esperit Sant a l’Església i al món. La gràcia divina ha precedit, ha acompanyat i ha transformat els qui anomenem sants i santes en la glòria. Avui realment és una festa eclesial: s’alegren l’Església del cel, primera lectura, i la que peregrina en aquest món pels camins de la santedat revelats pel Fill, és a dir, per les Benaurances del Regne, Evangeli. L’Església, glorificada i peregrina, s’uneix en la Litúrgia d’avui per celebrar la santedat de Déu. El si del Pare, comunicant-se per l’Esperit Sant, lliurat pel Fill, és la font de tota santedat. Certament, cal meditar profundament el Prefaci propi per assaborir i així poder transmetre el “sensus ecclesiae” de la solemnitat d’avui. La solemnitat que celebra en un sol dia “els mèrits de tots els sants“, cf. oració col·lecta, resplendeix, com cap altra, amb tota la glòria i la llum de la Pasqua del Senyor. Missa: Ap 7, 2-4. 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6; 1Jo 3, 1-3; Mt 5, 1-12a Es proclama l’Evangeli de les Benaurances del Regne. Constitueixen un poema diví que canta els camins de la benaurança que, en el Regne consumat, serà plena. Són benaurats els qui escullen aquests camins per viure. Però aquests camins comencen ja ara, en aquest món. L’ensenyament de Jesús en l’Evangeli es dirigeix expressament als seus deixebles, és a dir: a aquells que estan disposats a seguir-lo. Són els camins que els i les deixebles de Crist han de seguir. Les Benaurances que el Senyor va predicar, ell les va viure en plenitud i les va acomplir amb tota perfecció a la Creu. Expressen la seva missió i la seva identitat: Ell és el pobre, el no violent, el que va plorar sobre Jerusalem i els sofriments de les persones, el que té fam i set de la justícia de Déu, fins a morir. Ell és qui porta i manifesta la misericòrdia del Pare. Ell és, com diu l’Apòstol, “la nostra pau” (Ef 2,14-17). Ell és el perseguit perquè encarna la justícia de Déu. Ell és “el sant i feliç Jesucrist“. No és un programa de moral universal, són els camins per on han de caminar els deixebles del Senyor. Per aquestes senderes han caminat els sants. La interpretació de les Benaurances del Regne mai no és tancada, sempre és oberta. Qui més les viu és qui més les practica en la seva vida. La santedat serà sempre la donació d’un mateix, des de la “pobresa segons l’Esperit” a Déu, al Regne, als germans. Només en comunió amb Crist podem transitar pels vuit camins de la felicitat. Una felicitat segons Déu, no segons el món. No hi ha res més gran en la Litúrgia d’avui que quan els fidels s’acosten a la taula eucarística cantant les Benaurances, cf. antífona de comunió. La santedat cristiana la tenim en germen des del Baptisme, com testimonia sant Joan a la segona lectura: “Ara ja som fills de Déu, però encara no s’ha manifestat com serem“. La santedat cristiana neix de l’amor de Déu, que transforma la criatura a través de l’existència, va des de l’inici, ja ara, fins a l’acompliment final, quan la semblança amb el Senyor serà plena i “el veurem tal com és“. Perquè tenim aquesta esperança hem de purificar-nos i treure de nosaltres el que no és de Déu. Purificar-se no pot significar altra cosa que convertir-se. En la visió poètica i simbòlica de l’Apocalipsi es contempla la immensament infinita festa de les Tendes eternes, la festa de l’acompliment últim de les promeses, la joiosa “Panegyris“, la festa total. Participant en nombre de plenitud, 144.000, tots els marcats per l’Esperit que, juntament amb els àngels, els quatre vivents, l’univers, i els ancians, els oficiants de la Litúrgia celestial i terrenal, clamen: “Sant, Sant, Sant“. Tots porten la túnica blanca del Baptisme, rentada en la Sang de l’Anyell |